Para entender las peregrinaciones medievales a Santiago de Compostela debemos partir de la tradición que habla de la labor evangelizadora de Santiago en tierra de la Hispania romana.
Se sabe que tras la muerte de Cristo, Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, continua inicialmente su labor apostólica en Jerusalén. Posteriormente pudo embarcar hasta alcanzar algún puerto de Andalucía en cualquier carguero que comunicaba comercialmente Hispania con Palestina.
Su misión evangelizadora comenzaría en el sur de Hispania para posteriormente desplazarse al norte por tierras portuguesas (Coimbra, Braga, etc.), llegando hasta Iria Flavia ya en Galicia. Tras ir por el este de la península, regresó de nuevo hacia Palestina, desde la Costa Mediterranea española.
A su llegada a Palestina y tras incumplir la prohibición de predicar el Cristianismo fue decapitado.
Según la tradición su cadáver fue robado por Atanasio y Teodoro y llevado de nuevo a tierras españolas, en concreto a Iria Flavia (cerca de la actual Padrón) en la provincia de Gallaecia.
Allí, tras una serie de hechos milagrosos, Santiago habría sido finalmente sepultado en el monte Liberum Domun, en un lugar vagamente designado como Arcir Marmoricis.
Casi ochocientos años más tarde (continua la tradición) un ermitaño habría avistado luces celestiales que lo condujeron hacia el lugar sagrado, cuya historia permanece en el misterio durante los años de la desintegración del Imperio Romano, la constitución de un reino suevo y la dominación visigótica.
El eremita habría avisado a Teodomiro, obispo de Iria sobre el descubrimiento, y el rey Alfonso II hizo ya construir entonces una pequeña iglesia que dejó bajo la custodia de monjes benedictinos.
Antes de terminar el siglo IX, Alfonso III encargaba la construcción de una basílica mayor, digna del acontecimiento que comenzaba a mover los fieles de Europa.
La noticia coincidía con un importante momento político para la consolidación del reino astur-galáico, en cuyo territorio ocurría el hallazgo. Expulsadas las tropas musulmanas del norte de España, era menester repoblar el territorio y tender hacia el resto de Europa una solida red para la circulación de personas mercancías e ideologías. En la titánica tarea sería decisivo el hecho de contar con un centro religioso de la talla de Roma o Jerusalén, que de alguna forma independizaba al reino naciente del extendido "Imperio de Carlomagno".